Jugo de guayaba por favor.

Si usted es de los que puede sentirse niño otra vez con un olor, un sonido o una imagen, tenemos eso en común. En mi caso, existe una cosa que de manera especial me pone a viajar en el tiempo, las guayabas. Ese fruto poseído de normalidad y falta de gracia, para mí es una máquina del tiempo. Me sabe a sencillez, lentitud, juego de canicas en la tierra, besos del padre, comida de la madre y una vida por delante, así como se siente uno cuando tiene ocho años. Me huelen a austeridad, a manos sucias, a corteza café clavada en los dedos. 

Vivíamos en Jerusalén, oriente lejano... de Antioquia. La casa tenía solo una planta, como solían ser las casas. Era el humilde hogar de un trabajador de la fábrica de Cementos Rio Claro: dos habitaciones, una sala, una cocina, un baño. La casa cambió, una vez y otra, tal vez otra vez. Lo más importante era un antejardín con un pasillo en el centro, y al final un palo de guayabas. Es decir, en el frente de la casa. Para ser precisos, al lado derecho. El árbol tenía dos troncos, algo así como en V, el lado izquierdo lucía frágil, mientras el otro, era formidable y soportaba sin ningún reparo mi peso. Casi no tenía ramas de las cuales asirse. Para treparlo, había que entrelazar pies y manos e impulsarse como una serpiente enrollada hasta lograr la parte alta. Allá yo me sentaba a ver pasar las tractomulas, las volquetas y notar cómo el polvo y las piedras se levantaban al paso de estas; porque Jerusalén era una vereda que quedaba de camino hacia la fábrica. Mientras lo observaba, cogía y comía guayabas, las prefería en su orden, pintonas, verdes o maduras, eso sí, nunca perdía la subida o la miquiada como diría mi mamá. 

Pero el árbol de guayabas de la entrada no fue el único que abracé. Un par de cuadras arriba de casa, de camino a la escuela Rural Integrada Nueva Jerusalén, había un campo abierto, propiedad de doña Viviana. Ese campo tenía la combinación: charquito-vacas-guayabos. Era el lugar de peregrinación de los niños de la vereda. Nos íbamos sin adultos, en grupos de tres o cuatro o más. Con las manos metidas hurgando bajo las piedras, atrapábamos mojarritas y corronchos, la pesca normalmente no superaba el tamaño de la palma de mi mano hoy día, aunque claro, en ocasiones se lograban verdaderas hazañas gracias a algún pez salido de proporciones que pudiéramos obtener. Esos pequeños pecesitos eran luego freídos por nuestras madres o en las comitivas que nosotros mismos armábamos, eso sí en la mayoría de los casos, nuestra tarea de niños incluía la de destripar la producción. El charquito atravesaba el potrero, por lo que en ocasiones, las vacas nos propinaban terribles sustos. Yo crecí temiéndole a las vacas. Pero ahí estaban los guayabos, puestesitos como oasis para que corriéramos y nos trepáramos a ellos en medio de gritos, algarabías, avisos y adrenalina.

No sé cuantas veces fui al charquito, fueron años. No tengo un claro recuerdo de la última vez que vi el guayabo de mi casa, pero lo dibujo en mi mente con una claridad que quisiera para otras cosas, cada que veo un árbol de guayabas, una guayaba o cuando en el menú de algún restaurante, me ofrecen su jugo como una opción.

Éstas me las encontré en La Zafra, una reserva natural ubicada entre San Rafael y San Carlos. Habían por montones, como en el campo abierto de doña Viviana, por el suelo reventadas y colgando de los árboles maduras, pintonas y verdes. Ahí, en forma de máquina del tiempo, yacían para insinuarme cuánto he cambiado yo y cuán intactas lucen ellas.

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