Treinta y siete


La última vez que estuve en el quirófano, me empeñé en poner atención a mi transición hacia la muerte. No me quise dejar ir como en las otras. Quería luchar y darme cuenta de cómo es que se apaga la vida. A veces también lo intento al dormir: me pongo el antifaz y observo cómo me desvanezco. Pero es cierto que el corazón sigue ahí, latiendo y que esa pequeña ventana a la muerte es toda la certeza que podremos tener.

Hay un suspiro que reza «¡ser feliz y darse cuenta!», lo que me parece tan deseable como estar triste o roto o fastidiado o aterrado y darse cuenta. Entonces, yo diría, más bien, que la suerte es «estar vivo y darse cuenta». Hace unos días me pasó que, un tramo subterráneo que recorre el tren cuando deja Schipol de camino a Groningen, se me hizo inusualmente largo. La negrura al otro lado de la ventana amplia que había elegido para sentarme no cesaba de magnificar mi propio reflejo haciendo más insoportable la migraña. Yo estaba tan cansada, que por un momento me pregunté si estaría ya muerta o en una suspensión criónica, y que si, ahora sí, alguien vendría a susurrarme, como en Vanilla Sky, «abre los ojos» ―mi fantasía recurrente―.

Es cierto que seguro no seré una de las humanas que podrán comprarse una criogenización cuando esta sea posible.

La negrura cedió, por supuesto, aunque la luz, ya disminuida, al interior del tren siguió siendo insoportable para mi fotofobia amigrañada. 

Esto para decir que qué brutal es estar vivo y que qué estimulante ponerlo en duda a veces, para volver a darse cuenta y volver a asombrarse con el milagro enorme que es estar en este planeta, en este Brazo de Orión, en esta Vía Lactea ―que extraño tan clara en el cielo de las noches abiertas del páramo de Belmira―.

Qué treméndo poder caminar sobre la tierra, otra vez, un dos de noviembre. 

Treinta y siete años de estar en este cuerpo fabuloso y místico, en el que me alegro, lloro más de una vez al mes y existo.




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