Las alocasias en enero

Encontré el cuaderno de colorear, lo había acercado desde la noche anterior con la ilusión de volver a las flores que pintaste. Pospuse el gusto un poco más y esta mañana sucedió.

Tenía el recuerdo de tus dedos girando con un azul nacarado dentro de una hoja grande, como las que me gustan, como las de la alocasia que ahora riego y no llegaste a conocer.

La carátula brillaba igual que esa noche.

Mientras pasaba las hojas intentaba recordar los sueños agitados de la madrugada; me recordé huyendo dolorosamente pero como uno es el bueno de sus propias películas y sueños, llegué a un portal que aguardaba el asilo vitalicio, desde donde advertí cómo los otros buenos de la historia eran reducidos. Entonces de un salto al mejor estilo de la mujer maravilla volví a esa historia que me contaste la mañana en que conduje para los dos; mencionabas colonizadores y colonizados, nombres y apellidos propios, linajes comprobados, agnagnórisis y hasta lance patético de un supuesto sueño muy vívido.

Al fin en los brotes delineados sobre la página número... bueno, no hay número de página, te ubiqué y a tus dedos imprimiéndoles color. Pero la hoja no era tan grande, ni el color era azul, era una minúscula pelusa caricaturizada de un diente de león. La habías pintado rosa. Busqué más. Pero ya entrada la mañana, en las últimas hojas advertí que la gran alocasia azul que pintaste generosa y hermosamente según mi recuerdo, estaría solo allí.



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