No voy a curarme en esta ocasión

¿Ha llegado a recorrer uno a uno los pequeños segmentos, tan parecidos entre ellos, que componen las ramas de un árbol? Qué insignificante y monótono se ve cada uno si se le aisla, pero que bello es el árbol que componen. Recorro los pequeños del árbol de en frente de mi casa, ahora que puedo verlos gracias a estas gafas para miopes, mientras me dejo tocar por los escasos rayos de un sol renovado que emprende de nuevo su camino hacia el norte.

Qué hermosos son los ciclos de los que está hecha la vida. Esa monotonía de la que a veces reniego son nada menos que el engranaje fractal de una vida cuya forma no sabremos hasta el final: un conjunto de Mandelbrot, un triángulo de Sierpinski o una curva de Koch —parece que ningún fractal recibe aún el nombre de una mujer—. 

Miento, no es cierto que no sepamos la forma, el fractal se revela desde el principio.

Cierro los ojos y pienso en las olas del mar, de cualquier mar, no necesariamente de mi mar de Palomino. Cierro los ojos y lo escucho ir y venir con el viento. Imagino que me voy con él, que no me asfixia, que me uno con la tensión superficial, que soy un enlace de oxígeno o de hidrógeno y entonces lloro de lo hermoso que es el cielo y ese mar que me hace suya. Lloro de pensar en mi abuela, en mi madre, en mi sobrina que pronto nacerá y a la que ya han encerrado en la cárcel del colo rosa. Lloro antes de volver a la clase de Modelos de Atención que me aguarda. Lloro porque es la única manera que tengo de traer hoy el mar a mí. 

Tal vez el fin de semana vaya y lo visite en Schiermonnikoog.




 

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