Me gustan las personas, todo el mundo

Groningen, E. Thomassen à Thuessinklaan

Leo El peligro de estar cuerda y siento de pronto como si hubieran punzado esa rara insensibilidad que viene hoy conmigo. No es, digamos, una insensibilidad que no me deje ver cierto dolor o tragedia o alegría en otros, más bien una que me paraliza cuando intento juntar palabras. Un hartazgo por decir lo que está tan dicho: la vida, la muerte, el amor: desde la Odisea, digamos. Sin embargo, eso tan dicho y tan existido antes que yo es lo que apenas está pasando por los humores de los que estoy hecha. ¿Cómo puede ser nuevo esto que ya pasó tanto? ¿Es este el sinsentido de la existencia?¿No poder experimentar ni decir nada nuevo? Son tan parecidos, al final, todos los libros, todas mis cartas, todos mis correos: una espiral que no cesa y que parece ser la terquedad evolutiva.

¿No debería apagarse ya todo?

No poder decir nada nuevo es el germen de mi pánico, de mis ataques de pánico. No estar aquí de verdad, ser una réplica incolora, la portadora de la obviedad. Me aburren tremendamente muchos eventos académicos: hablan tanto de lo mismo: vacío, leve, condescendente, inconcluso, inutil. Es cierto que, sin ser tampoco nuevo, no siento pánico cuando estoy con los amigos, hablando de lo vulgar de la existencia, que es como al final se está vivo: vulgarmente.

Bien, pensaba en esto mientras leía a Montero, en esta neurosis, en este silencio y en esta activación de la razón. En que reconozco cierta habilidad en mí para cambiarme de canal: del canal de la razón al de la emoción y viceversa. Dos canales, digo. Verónica, estaría un tanto decepcionada de ver cómo sigo de dividida. ¿Cómo se es uno? ¿Cómo se deja de ser un personaje para ser uno para uno? 

También está lo visceral y esto, que reconozco también tan claro en mí, me parece que lo controlo cada vez mejor. Dañé y me dañé de vuelta muchas veces con mis palabras, y cuando tuve una hija descubrí de repente este apéndice extraño para el que quiero el bien absoluto del mundo, empezando por el que pueda venir de mí. Ella está antes que yo, así es que he aprendido a contener mis víceras para que no la toquen. No sé si eso sea amarla más que a mí o amarla tanto que mi amor por ella termina por alcanzarme también a mí. Sería como preguntarse en donde termina uno y empieza la hija. En esta adolescencia en la que a veces ella cierne el abismo entre las dos por petición explícita, puedo sentir físicamente cómo se entibia mi pecho con su abrazo cuando llega al fin, otra vez, tierno y generoso.

Suspiro, miro, agradezco y a eso me he limitado. Hace poco volví a acercar una libreta a mi mesa de noche para intentar escribir al menos los sueños. Funcionó unos días. En uno de ellos veía a Ana, de repente, un poco más alta, de mi estatura y, luego, la veía angustiosamente más pequeña. Cambiaba de tamaño frente a mí, como Alicia, pero sin que ella lo buscara, lo disfrutara o lo quisiera. Yo solo observaba un poco aterrada. 

Lo que quiero decir es que venía sin poder escribir desde el lugar que me cura: no como una cura definitiva y que amerite titulares como 'La cura del cancer' sino, más bien, como una vitamina que ajusta y que es pequeña. Y también decía que tengo la habilidad para pasar a la razón, pero, ahora que lo escribo, creo que no para volver de ella. Es tan cómodo y seguro pensar en proposiciones, implicaciones y toda la lógica aristotélica y algoritmica que me hace tener un plan A y uno B, que evito, cada que puedo, la incertidumbre. No quiero tener que correr con las consecuencias de la no planeación: me da pánico.

Otra vez: me da pánico. ¿Alguna vez lo ha sentido? 

Escribir para inhalar y exhalar y ver la forma de mi pánico. 

 

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