No tengo el hábito de oler las flores

Por alguna razón en la que no he profundizado, poco me motiva correr a tomar una flor y olerla. Lo he hecho contadas veces en la vida y no recuerdo una sola ocasión que me haya embelesado tras ello. No tengo memoria de olores que me aprehendieran, por el contrario y en contraste con la apariencia, el aroma me procura un aíre más trágico que festivo. Otra cosa ocurre con el olor de los campo de flores, debe ser la falta de concentración lo que me satisface en ese caso.

Los sentidos son caprichosos y para las flores me reservo el de la visión. Que panorama más exquisito el del suelo entapetado generosamente, mientras un que otro pétalo va libre a merced del viento intentando escapar de la homogeneidad a la que terminó sometido. Las razones de la naturaleza para crear lenguas, corazones, zigzagueos, bocas abiertas y babeantes, falos y vulvas, infladas, aplanadas y superpuestas es con todas sus sílabas, alucinante. A tocar las flores me animo solo algunas veces, me parece que son como mariposas que si se manosean se echan a perder. Si me quiero untar de ellas, prefiero las del suelo.  

Calle 49B 79
En un lugar posterior al espectáculo del tapete, me gustan las flores en los árboles más que nada, en las matas, en los jardines. Siempre he querido tener uno propio. Ver cómo maduran y exhiben sus colores mutantes a lo largo de ciclos. Cómo van de una vida a otra más espléndida y atractiva. No me gustan mucho las flores en los jarrones. Son una alegoría a la vida misma. En un primer momento encantadoras, deslumbrantes, tiernas, pero luego y con el paso de los días, la decadencia es imparable. El embalsamamiento que se les proporciona para que vivan otros días, tiene cortísimo plazo. La única salida decorosa es la de prensarlas con algún libro compasivo y entonces ahí tal vez lograr una suerte de inmortalidad. Las que no tienen este último final feliz terminan descompuestas, echando a perder el agua que las vitalizó en sus días de gloria y malogrando el espacio que otrora fue la sala de exposición de su encanto. 

Yo prefiero las flores en el campo o clavadas en la matera, brotando de la tierra, que me pongan trabajo, que me involucren en su vida (a pesar de lo mala que soy para entregarme a ello). Y en todo caso, prefiero su belleza superficial, la estética que complace mis cánones, porque hasta ahora, no tengo el hábito de oler las flores, aunque tal vez después de esta auto confesión termine yendo justo a buscar una.


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